De regreso a la patria

12. julio 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Setenta años llevaban los judíos en el destierro de Babilonia, y, como buenos judíos, inteligentes, trabajadores, no se cruzaron de brazos ni se entregaron a la desesperación. Por la misma Biblia podemos ver la riqueza que supieron acumular, los puestos que escalaban y la influencia que llegaron a tener hasta en las cortes de los reyes. Basta recordar los nombres de Daniel, de Ester, de los padres de Susana…
Pero, ¡claro está!, Jerusalén era Jerusalén… Y el recuerdo de la ciudad santa, los sepulcros de los patriarcas, la tierra de la promesa les atraían irresistiblemente.

Babilonia había caído, absorbida por otro imperio más fuerte. Ahora le tocaba a Persia ser la dueña del Oriente, y el rey Ciro, haciendo gala de su generosidad, escucha la petición de los judíos desterrados, y lanza un edicto como llovido del cielo, tal como leemos en la Biblia (Esdras 1-2)
– Yo, Ciro, rey de Persia. El Señor, Dios del Cielo, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha encomendado construirle un templo en Jerusalén, que está en Judá. El que pertenezca a este pueblo, que su Dios lo acompañe y suba a Jerusalén, a construir el templo del Señor, Dios de Israel. Y a los que pertenezcan a ese pueblo, vivan donde vivan, ayúdenles sus convecinos con plata, oro, bienes, ganados y otros donativos voluntarios para el templo de Dios, que está en Jerusalén.
Esto hubiera parecido antes inimaginable. Pero la generosidad del rey Ciro iba más allá, y él fue el primer contribuyente del nuevo templo, cuando ordena a su tesorero:
– Oye, Mitrídates: saca todos los tesoros que Nabucodonosor se trajo del templo de Jerusalén, y haz con diligencia un inventario. Que no falte nada.
Y en el inventario figuraba una cantidad fabulosa:
– Aquí lo tienes todo, oh rey. Treinta copas de oro, mil copas de plata, veintinueve cuchillos sagrados, otros treinta vasos de oro, cuatrocientos diez vasos de plata y mil objetos accesorios de diversas clases. En total, cinco mil cuatrocientos objetos de oro y plata.
Ciro observa complacido toda aquella riqueza, de la cual se desprende con magnificencia real:
– ¡Muy bien! Ahora, entrega todo eso a Sesbasar, príncipe de Judá, y que se lo lleve para el templo de su Dios en Jerusalén.
Más importante que todos aquellos tesoros eran las personas, súbditos magníficos, que tanto habían contribuido a la prosperidad del reino. Y también los deja marchar:
– ¿Cuántos son los que quieren regresar?
Se hacen las listas, de arreglo a los clanes familiares, y resultan al final cuarenta y dos mil trescientas sesenta personas, sin contar a los siervos y siervas que sumaban siete mil trescientos treinta y siete, con doscientos cantores y cantoras.
El rey sigue con su esplendidez, y les entrega setecientos treinta y seis caballos, doscientos cuarenta y cinco mulos, y una enorme cantidad de camellos y asnos para su traslado y el trabajo que les espera.
¡Ya está bien el gesto del rey Ciro! Pero, sobre todo, está formidable la bondad de Dios, que, fiel a su promesa, hace regresar a su pueblo, ahora colmado de bendiciones, como cantará un salmo precioso (125):
– Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas

Llegada aquella caravana imponente a su tierra, pronto se dividieron todos por el país. Los que se establecieron en Jerusalén empezaron la reconstrucción del Templo, que, por cierto, distaba mucho del edificado por Salomón y destruido por Nabucodonosor. Esto hizo que muchos se lamentaran y hasta se desanimaran. Pero vino el profeta Ageo, y en nombre de Dios se dirigió a los jefes y sacerdotes (Ageo 2,2-9):
– ¿Queda entre vosotros alguno que viera este templo en su antiguo esplendor? ¿Y no os parece que el de ahora no vale nada?… ¡Ánimo, Zorobabel, ánimo, Sumo Sacerdote Josué, ánimo, pueblo de Dios! ¡Manos a la obra, que yo estoy con vosotros!
Tiende la mirada el profeta a los tiempos del Cristo que había de venir, y dice con imágenes muy vivas:
– Dentro de muy poco haré temblar cielos y tierra, mares y continentes. La gloria de este segundo templo superará la del primero. Y en este lugar estableceré la paz.
Así iba a ser. El templo actual, restaurado después por Herodes el Grande, recibiría un día a un niño llamado Jesús, que por mano de sus padres se ofrecería a Dios; y lo vería después por sus atrios y bajo sus columnatas predicando el Evangelio del Reino.

* Al leer las páginas de la Biblia que nos narran la tenacidad del pueblo judío por recuperar su tierra, su templo, su culto, su Dios, pensamos sin más en los valores que entraña el amor a la patria.
La patria encierra los valores de la familia, de la religión, del trabajo, del folclore, de las tradiciones más puras del pueblo.
Los que trabajan por la patria —lo mismo en la política, que en la economía, que en la vida cultural y religiosa o con el trabajo diario— son las personas más beneméritas del pueblo.

Y pensamos con cariño en quienes viven alejados de su patria, porque los han empujado fuera condiciones sociales muy duras, y sueñan siempre en la tierra querida. ¡Qué bien les iría a los desterrados y emigrantes un rey Ciro que los devolviera ricos a su patria! ¡Qué bien les van los que los acogen con amor y los ayudan generosamente!…

 

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