Toda la Iglesia con él

2. agosto 2019 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

La prisión y la liberación de Pedro en Jerusalén es una de las escenas más bellas de todos los Hechos de los Apóstoles, narrada por Lucas con algunos detalles pintorescos que la hacen simpática a la vez que emocionante. ¡Hay que ver cómo se aprieta la Iglesia en torno a Pedro!… (Hechos 12,1-17)
El rey Herodes Agripa —nieto de aquel Herodes que mandó la matanza de los Inocentes—, puesto por Roma en Jerusalén, quiere caer bien a los judíos, cuyos jefes están furiosos por la expansión que va tomando la Iglesia, y, para complacerles, hace matar a uno de los apóstoles más señalados, como era Santiago, el hermano de Juan y discípulo tan querido de Jesús. Pero los jefes judíos quieren una pieza más selecta, y le apuntan a Pedro:
– ¿Por qué no encarcelas y ejecutas al que es cabeza de todos esos facciosos, a Pedro, a Pedro?…
Y Herodes, para complacerlos y ganárselos del todo, hace prender al que Jesús ha dejado al frente de la Iglesia, lo encarcela, y encarga su custodia nada menos que a cuatro cuerpos de guardia:
– ¡A guardarlo bien, que, apenas pasen los días de la Pascua, será presentado a los jefes de los judíos, juzgado, y ejecutado en presencia de todo el pueblo.
El espectáculo se presentaba sonado. Informado el rey por los judíos sobre aquella liberación de los Apóstoles, a los que un ángel abrió la puerta de la cárcel, ahora se habían tomado precauciones extraordinarias.
Los cuatro piquetes de guardias se turnaban en las cuatro vigilias de la noche, de tres horas cada una.
Un piquete montaba la guardia ante el portón de hierro que daba a la calle.
Dos soldados de otro piquete custodiaban la celda del preso.
Dos soldados en la puerta, y los otros dos dentro con el mismo preso, que tenía cepos en los pies, el brazo derecho atado con cadena al brazo izquierdo de uno de los guardias, y el brazo izquierdo ligado con otra cadena al brazo derecho del otro guardia. No podía ser más severa la seguridad. Pero el ángel, por lo visto, era más listo y podía más que los hombres…

Era ya la cuarta y última vigilia, sobre las tres de la mañana. De haber sido antes la intervención del ángel, los soldados se habrían percatado al hacer el relevo de la guardia. Pedro dormía tranquilo, mientras toda la Iglesia, apretada en ardiente oración, oraba incesantemente a Dios por él: -¡Sálvalo, Señor!…
Faltaban pocas horas para que el rey presentase al ilustre reo ante la multitud, cuando un ángel irrumpe en la estancia, llenándola de luz. Golpea suavemente a Pedro en un costado, lo despierta, y le dice:
– ¡Deprisa, levántate!
Se le caen las cadenas de las manos, y se le suelta el cepo de los pies, mientras el ángel continúa: -Abróchate el cinturón, y cálzate las sandalias.
Obedece Pedro, y ordena el ángel: -Échate encima el manto, y sígueme.
Pedro se figura que todo es una visión. Pero después de pasar la primera y segunda guardia, y al verse en la calle cuando ha traspasado el portón de hierro que se ha abierto por sí mismo, y sin ver más al mensajero de Dios, exclama:
– Ahora me doy cuenta de que Dios ha enviado su ángel para librarme de Herodes y de las maquinaciones que los judíos han tramado contra mí.
Se presenta ante la casa de María —la madre de Marcos, el que escribirá el Evangelio—, llama a la puerta, sale a abrir una muchacha llamada Rosita, reconoce la voz de Pedro, y, en vez de abrir las puerta, sube corriendo a la sala donde todos están reunidos, y les grita: -¡Pedro! ¡Es Pedro!
Nadiee le cree: -¡Cállate, loca!…
Pero ella: -¡Que sí, que sí!…
Los más crédulos le hacen caso a medias, y comentan: -No es Pedro, pero es posible que sea su ángel.
Ante la insistencia de la muchacha, se deciden a abrir, y sí, ¡era Pedro, él mismo, él mismo!… Sube, y arman tal barullo, que Pedro, con un gesto, impone silencio, explica toda la aventura, y encarga: -Comunicad todo a Santiago y a los hermanos, pues yo debo marchar inmediatamente.
Urge el tiempo, pues debe huir sin más, ya que, al amanecer, los soldados de Herodes y los jefes de los judíos lo buscarán por todos los rincones de Jerusalén.
Y marchó. Probablemente, hacia Antioquía de Siria y después a Roma.
Dios había escuchado la plegaria de toda la Iglesia por aquel que Jesús había dejado como lugarteniente suyo en la tierra. Muerto Herodes, pasada la persecución, y la Iglesia otra vez en paz, vemos a Pedro de nuevo en Jerusalén, unos seis años después, para aquel primer concilio de los Apóstoles.
Los pobres soldados de la guardia cayeron bajo la injusticia del rey, que los hizo matar a todos.

Esta página que nos narra Lucas, llena de colorido, nos inspira emoción y entusiasmo al ver la fe de la Iglesia naciente por la persona de Pedro: hoy, para nosotros, por la persona del Papa, el sucesor de Pedro.
Se nos ha criticado a los católicos de fanatismo, y, con un nombre despectivo, se nos ha llamado “papólatras”. No, nosotros no adoramos al Papa. Sencillamente, tenemos fe en la palabra de Jesús, que lo constituye Vicario suyo, y en el Papa veneramos, más que en nadie, al mismo Jesucristo.

Eso de amar al Papa, de rezar por el Papa, de sentirnos unidos siempre al Papa, de gozarnos con sus triunfos y de preocuparnos por las persecuciones que puede padecer, tiene unas raíces muy profundas en la misma Biblia, como nos lo declara tan hermosamente esta página de los Hechos de los Apóstoles.

El Papa es un don grande de Dios a la Iglesia, que se siente unida de manera irrompible cuando permanece fiel al Vicario de Jesucristo. Roma es llamada la “Ciudad eterna”. Y lo será mientras cuente en su seno con la presencia de Pedro, porque sabemos que donde está Pedro está también Jesucristo en persona.
¡Qué seguridad, la que nos infunde la presencia del pescador de Galilea!… Por eso, no tiene precio para nosotros esa frase de los Hechos: La Iglesia oraba por él a Dios sin cesar…

 

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