18°. Domingo Ordinario (A)
31. julio 2020 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Charla DominicalEl milagro de la multiplicación de los panes que nos presenta hoy la Liturgia tiene una importancia especial y es el único que nos cuentan los cuatro evangelios. Hoy vamos a escuchar la relación de Mateo.
¿Qué realizó Jesús, qué pretendió decirnos el Espíritu Santo, cuál fue la intención de los cuatro Evangelios, qué quiso enseñar la Iglesia primitiva cuando recordaba semejante prodigio?…
Jesús se presenta como el nuevo Moisés, como el Profeta último que Dios envía al mundo. Moisés, al salir de Egipto, se adentra en el mar, penetra en el desierto, amaestra al pueblo y lo sacia con el pan que cae del cielo, es decir, con el maná preparado por Dios para su pueblo.
Todo esto lo va a realizar Jesús con el gesto de un milagro espectacular.
Juan el Bautista ha sido encarcelado. Jesús se adentra en el agua del lago, y huye prudentemente. Los escribas y fariseos rechazan la palabra del Señor, mientras que turbas de los pobres, por el contrario, le siguen a todas partes, aunque se estén muriendo de hambre, como en el caso de hoy.
La gente, en busca de Jesús, se ha lanzado a un lugar desierto donde no encuentran nada que comer. Al bajar Jesús de la barca y ver aquella multitud, siente por ella una gran compasión. Les habla, les instruye, les anima, cura a todos los enfermos… Los apóstoles, preocupados, piensan en algo importante, y le dicen a Jesús:
– Maestro, mira qué hora es. Se va a echar encima la noche y esta gente no tiene qué comer. ¿Por qué no los despides hacia las aldeas para que se compren algo?…
– No hace falta que se marchen. Denles ustedes mismos de comer.
– Pero, Señor, ¿cómo quieres que les demos nosotros, si aquí no hay más que cinco panecillos y dos pescados?
– Tráiganme esos panes y esos pececillos aquí. Y ahora, distribuyan a la gente por grupos y que se sienten en la hierba.
Así lo hacen. Resulta un espectáculo impresionante. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, están tendidos en la llanura y con los ojos fijos en ese nuevo caudillo del pueblo de Dios. Jesús toma los panes y los dos pescados, levanta los ojos al cielo, da gracias a su Padre, despedaza los panes y manda a los apóstoles:
– ¡Venga! Dense prisa en repartir a todos y que coman en abundancia.
La gente se harta de rico pan y de pescado fresco. Jesús encarga al fin:
– Recojan las sobras, para que no se pierda nada.
Y allí quedaban doce canastos llenos, como una provisión para que no faltara después el alimento necesario y como un signo de la providencia de Dios con ese su pueblo que le buscaba ansiosamente.
¿Queremos entender rectamente un Evangelio tan hermoso? Si tomamos la Biblia, vemos a cada paso cómo los profetas y los salmos nos presentan las riquezas del Reino futuro del Mesías igual que un banquete espléndido, de ricos y abundantes manjares.
Isaías lo proclama con energía:
– ¡Hambrientos y sedientos, vengan! Vengan, coman y beban todo lo que quieran hasta hartarse. No digan que no tienen dinero para comprar, porque yo se lo doy gratis del todo. Y no vayan detrás de quienes les ofrecen alimentos flojos que no les sacian. Vengan conmigo para llenarse del rico pan, del vino y de la leche que yo les tengo preparados. Ese pan será mi palabra, si ponen atento el oído y la quieren escuchar.
Este simbolismo lo ha realizado ahora Jesús con un milagro que la Iglesia ha entendido siempre en su significado más profundo.
Jesús es el Mesías, el Cristo prometido, el Profeta que había de venir, el nuevo Moisés puesto por Dios al frente de su Pueblo, al que sacia con el maná verdadero durante la travesía del desierto.
Ninguno de nosotros duda ya de cuál es ese maná que Dios hace caer del cielo.
Nos basta leer después de este milagro la relación que los Evangelistas hacen de la Ultima Cena, cuando Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte, y lo da con esas palabras: -Tomen y coman, porque esto es mi cuerpo.
Jesús irá repitiendo la realidad de este milagro dentro de su Iglesia por medio de los apóstoles, a los que dará un encargo preciso: -Hagan esto como memorial mío.
De este modo, todos los días, pero especialmente en la Misa dominical, vemos repetido en toda su realidad dentro de la Iglesia este milagro del Señor.
Jesús nos reúne en torno a sí.
Jesús nos habla.
Jesús nos sacia con el pan de su Palabra y de su Cuerpo. Jesús está en medio de su Pueblo, presidiendo el banquete del Reino aquí en la tierra hasta que se manifieste glorioso en el banquete del Cielo.
¡Señor Jesús!
Tú eres mi Jefe y mi Caudillo. Yo no quiero seguir a nadie más que a ti, porque sólo Tú tienes palabras de vida eterna…
¡Señor Jesús!
Yo no quiero saciar mi hambre de verdad y de vida sino con el pan de tu Palabra y el pan de tu Cuerpo que me das en la Eucaristía…
¡Señor Jesús!
Yo no quiero más que vivir y morir en el seno de tu Iglesia, donde siempre me encuentro contigo, bajo la seguridad de los pastores y al calor de los hermanos. ¡Contigo y en tu Iglesia siempre, Señor!…