Quiero comenzar hoy con las palabras de un Sacerdote muy autorizado, que escribe:

Hablar de la Gracia ha dejado de ser hoy privativo de los sacerdotes, que discutíamos sobre cuestiones insolubles, mientras ella permanecía inactiva en los manuales de Teología.
Han sido los laicos, en sus movimientos de apostolado, los que han captado a la primera su valor…

San Ignacio de Loyola es uno de los hombres más sensatos que ha tenido la Iglesia cuando se trata de tomar una resolución para la vida espiritual, cristiana y apostólica. Pero un día les pareció a algunos de sus compañeros de la naciente Compañía que se excedía en su opinión, pues llegó a decirles…

Era un hermano separado. Mejor dicho, que se había separado. Pero un día, por un compromiso social, hubo de entrar en la iglesia mientras la adoración del Santísimo, a la que había de seguir la boda para la cual él venía.
No habían pasado unos minutos, cuando los amigos que le acompañaban vieron que caían gruesas lágrimas por sus mejillas mientras respiraba hondo, a la vez que se arrodillaba, porque antes permanecía de pie. -¿Qué te pasa?… Y él, entre lágrimas y suspiros muy de hombre: -Nada, nada…

Aquel venerable sacerdote que nos visitó en ocasión de una fiesta parroquial, y que lucía con honor su espléndida calva, nos preguntaba con buen sentido del humor:
¿No soy muy jovencito, verdad? Pues les quiero decir una cosa. En mis bien pasados cincuenta años de ministerio, he asistido a enfermos incontables en el último paso de la vida. ¿Quieren saber a cuántos he visto malhumorados?… ¡A uno solo! Y lo cuento como una excepción singular…