El sacerdote que dirigía nuestro grupo juvenil nos contaba un recuerdo suyo de cuando era seminarista. Prefiero dejarle la palabra a él mismo.
Aquel nuestro profesor de Sagrada Escritura era un hombre muy singular. Conocedor de las lenguas orientales antiguas, la Biblia no guardaba secretos para él. Hombre de ciencia y de virtud extraordinarias, un día fuimos cinco o seis compañeros a la iglesia de su convento, y en ella encontramos a nuestro profesor —que se creía estaba solo en el templo— en una actitud sorprendente. Estaba besando el Altar efusivamente, con una devoción extraordinaria y ensimismado en la oración. Le seguimos a la sacristía, y le preguntamos con franqueza:
– Padre, ¿qué estaba haciendo?…